Un día un niño que descubrió el mar me preguntó: “el océano, ¿qué es el océano?”
(Oceans)
Una de las cosas que más cambia entre la vida sedentaria y una existencia en continuo movimiento es el concepto de tiempo. En este segundo caso no tiene mucha importancia que sea fin de semana o día laboral, las diferencias entre las dos cosas se liman, a veces desaparecen. El horario que vale es el de los museos o de la salida de un autobús. Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, tendremos las herramientas para ubicarnos, seremos conscientes de fechas y horas. Inevitablemente – e incluso viajando- necesitaremos saberlo. Relojes, ordenadores, celulares, tablets, la jornada laboral, compromisos, la lista es larga y todo nos amarrara a la realidad. Así, aunque viajando alentamos mucho la soga, el salto del tiempo viajero a una vida sin tiempo es enorme, utópico. O quizás no tanto.
¿Qué pasaría si elimináramos de nuestras vidas estos objetos? Imaginaos, aunque sea solo por un momento, de vivir en un mundo paralelo donde internet no existe, el celular no tiene cobertura y una vez sin batería no se puede ni siquiera recargar. Pongamos por un momento de no llevar ni siquiera reloj. No tenemos compromisos, ni una oficina donde ir. Que os le creáis o no, este post lo estoy escribiendo desde ese mundo “paralelo”.
Estoy en un catamarán en medio del archipiélago de San Blas. La última referencia temporal precisa que tengo es la del miércoles cinco de junio pasado, eran alrededor las seis de la tarde porque el sol ya nos estaba dejando y su reflejo se hacía cada vez más suave en la superficie del mar. Ahí fue también cuando a bordo de una lenta lancha alcanzamos el Sacanagem, nuestra nueva casa entre el mundo viajero de Panamá y el mundo viajero de Colombia. Sé que han pasado más o menos tres días desde aquel momento porque por tres veces he estado tirado en una hamaca en la parte superior del barco contemplando un sinfín de puntitos brillantes en el cielo del archipiélago. Un espectáculo tremendo.
Amanecer a unos cincuenta metros de una islita caribeña, desayunar con el panorama de las palmeras encendidas por los primeros rayos del sol y luego tirarse al agua turquesa, tan clara de no poder tener secretos. Nadar y hacer snorkeling entre el barco y la playa es nuestro calentamiento –y también la parte más dura de todo el día- antes de echar un partido a fútbol. Aprovechar cada tiro mal hecho para darse un rápido chapuzón es otro terrible castigo de esta vida sin tiempo. El resto del día transcurre entre una comida, una vuelta por la isla, muchas fotos a pesar de las pocas cosas presentes: fotos al agua, fotos a las estrellas de mar, fotos a la arena blanca y fotos a las palmeras. Más tarde, un libro esperando la puesta de sol y las charlas tendidos debajo del telón agujerado del cielo acompañados por unas latas de cerveza o, en el peor de los casos de un vaso de asqueroso ron como les gusta a mis compañeros, para sentirse un poquito más como viejos lobos de mar. Para hacer aún más especial todo el ambiente, desde hace un par de noches, rodea al barco como un perro guardián una manta enorme que parece volar debajo del agua.
Ahora, como para sacarnos un poco de este sueño sin tiempo, ha empezado a llover. Dejamos nuestra isla rumbo a otra que todavía no se hace ver, y la nada que nos rodea durante la navegación no hace sino subrayar mi situación, con o sin sol, este lugar sigue estando muy lejos de la realidad, del tiempo. Nos preparamos para echar el ancla. Otra isla salvaje, entre las palmeras esta vez se entrevé unas personas, son los verdaderos dueños del sitio, de todo San Blas, los indios Kuna. Cuando salimos del agua se nos acercan para preguntar si tenemos el permiso de estar ahí. Esta etnia es muy celosa con sus territorios y al mismo tiempo intentan sacar su provecho de la llegada de los turistas. Esa misma tarde después de comer, se acerca al velero una canoa de madera con tres hombres con la piel color caramelo y las arrugas de quien ha pasado una vida a contacto con el sol del Caribe. Son pescadores que vienen a vendernos el producto del mar, peces coloreados como no había vista en mi vida. Al rato se acerca otra canoa, dentro un anciano kuna con su mujer y una niña de unos dos años. Ella viste los trajes típicos de los kuna: tejidos de colores vivos y grandes pulseras que le decoran los antebrazos y los tobillos hasta las rodillas. Sin pronunciar una palabra nos enseña unas molas, varias capas de tela cosidas juntas con representados animales, flores o mitos pertenecientes a los kuna. Esta forma de arte es típica de las mujeres kuna. Al rato, siempre sin hablar, recoge sus bonitos paneles de tela coloreada, pasa la niña al hombre que se había quedado en la canoa, se sube y se alejan silenciosos como habían venido.
Llevamos navegando un buen rato y lo único que se consigue ver y que no nos dejará hasta el final del viaje es la línea perfecta del horizonte de agua y olas. El paraíso de San Blas se ha quedado a nuestras espaldas, aquí solo hay agua, parece casi haber sido una ilusión: las isletas, las palmeras, los kunas silenciosos. El capitán anuncia que el día siguiente despertaremos en Colombia. Nos estamos acercando a la tierra firme, dentro de poco volveremos al tiempo. Algunos irán corriendo a buscar un enchufe para cargar celulares y ordenadores, buscarán un sitio con wi-fi para “recuperar” los seis días que vivimos fuera de la realidad. Otros intentarán prolongar un poquito la sensación.
Todavía atontado y con paso precario, bajo del Sacanagem. Los primeros rayos del sol calientan suevamente mi cara emocionada. Estoy en el puerto de Cartagena de Indias.
Muy bueno!!
muy buenas fotos !!
Gracias chicos! Cómo vamos?