Durante mi recorrido por Colombia he descubierto algunos lugares alucinantes, sitios que no hacen más que darte más ganas de viajar, de seguir descubriendo, de no parar de andar y dar la vuelta al mundo. Cada uno con sus características, su charme, su punto fuerte. Cada uno diferente del otro y único en su estilo. Lugares que nos regala la naturaleza, pero también construcciones del hombre o harmoniosas mezclas de los dos. Colombia es cuna de un sinfín de sitios de este tipo: el casco antiguo de Cartagena, el ambiente del barrio de la Candelaria en Bogotá, las playas del Caribe y así sucesivamente. Este post lo quiero dedicar a dos sitios que han marcado mi viaje y que, de alguna forma, han destacado en el montón de cosas bonitas que me ha regalado Colombia. El pueblo de Barichara, en el estado de Santander y las palmeras del Valle de Cocora, en Quindío, el eje cafetero. Vamos por orden cronológico, así no me meto en la difícil tarea de tener que elegir cuál de los dos sitios me gustó más.
Después de las tragicómicas desventuras que vivimos en el Parque Tayrona, todavía cerquita del océano y al calor del sol de la costa, Javi y yo empezamos a entrar en el interior del país. La primera estación, en el estado de las hormigas culonas, fue Barichara. Lo tenía en agenda por dos motivos: primero, porque cerca de ahí, en Bucaramanga, habría tenido que quedar con una amiga de Salamanca y entonces ¿por qué no seguir un poquito más hacia el norte y visitar el que se considera el pueblo más bonito de Colombia? (de paso os he revelado también la segunda razón que nos empujó hasta aquí). No suelo confiar mucho en esas etiquetas que pueden resultar muy traicioneras. En Guatemala, por ejemplo, pasé un par de días en el Lago Atitlán – en este caso el más bonito incluso del mundo- y no es que no me gustara, pero el cielo gris, la neblina siniestra y la lluvia que me acompañaron casi todo el tiempo le quitaron mucha gracia al lugar. A pesar de todo, decidimos ir a Barichara. Y fue una gran elección.
El pueblo me encantó, y visitándolo entre semana tuvimos también la suerte de evitar la masa de turistas domingueros que lo invaden semanalmente. Por las calles te cruzabas con las personas que vivían ahí. Barichara se conserva y se cuida para presentarse ante el visitante siempre con su mejor vestido. Los colores que dominan la escena son cuatro: el blanco de las paredes, el azul o verde de puertas y ventanas y el ocre de los adoquines. Y las piedras. Gracias a Natalia, que nos abrió las puertas de su casa, pudimos vivir desde dentro la arquitectura del pueblo: las casas son grandes, airosas, los techos altos. La parte más impactante es el patio interno que hacía de salón “destapado”. No sé cuantas fotos saqué en los dos días que nos quedamos en el pueblo, pero os aseguro que no podía parar, cada esquina, aunque se pareciera igual a la anterior, tenía su punto. Las cuestas que llevan a una antigua iglesia española sirvieron para proporcionarnos una bonita vista sobre las casas del pueblo, mientras que por el otro lado la vista se pierde siguiendo el camino real que lleva hasta la cercana aldea de Guane; por el mismo camino de piedra que hicimos Javi y yo, pasó incluso Simón Bolívar en una de sus visitas a Barichara. Dejo Barichara sin tener la certeza de que sea el pueblo más bonito de Colombia, pero seguramente tiene que estar entre los primeros. Es sin duda un lugar perfecto para relajarse y recargar las pilas entre una gran ciudad y otra. Nosotros cuando nos despedimos de Natalia y la pequeña Aylin cruzamos el país en horizontal para llegar a la capital de Antioquia, Medellín. Sin embargo ahora nos saltamos esa etapa para subir hasta otro famoso pueblito, esta vez en el eje cafetero, Salento.
Salento es otro pueblo muy conocido entre los viajeros que visitan Colombia, nosotros dudamos hasta el último momento porque no sabíamos si ir de un tirón a Bogotá y luego organizar los últimos días de viaje teniendo como base la capital. Al final encontramos alojamiento en casa de Tatiana y su divertida madre en Circasia, poco lejos del pueblo y decidimos parar, nunca una decisión fue más acertada. Llegamos a Salento un día festivo, en la plaza central se celebraba la trucha, especialidad de estas zonas, y los distintos puestecillos la ofrecían cocinada de mil maneras distintas. Sin embargo, nuestro objetivo era otro: visitar el Valle de Cocora para ver de cerca el increíble espectáculo de las palmeras de cera. En esta región el clima es particularmente llovioso, pero también muy cambiante, así que durante nuestra breve estancia tuvimos un continuo intercalarse de lluvia y sol. Yo que me muevo siempre con la cámara de fotos, le tengo un tremendo asco a la lluvia porque me impide sacar fotos tranquilamente. El valle se encuentra en el inmenso Parque Nacional Natural Los Nevados, en los Andes colombianos, cuyos picos llegan a alcanzar alturas de 5300 metros.
Nosotros nos conformamos con una caminata de unos doce kilómetros quedándonos alrededor. El recorrido se puede seccionar en tres partes: el cañón de San José abre la pista hasta la entrada al bosque nuboso, un particular clima caracterizado con mucha vegetación y una fuerte humedad que provocan una especie de ligera lluvia perenne. Ya dentro del bosque de Niebla decidimos desviar un poco el paseo para ir a ver los colibríes de la Reserva natural Acaime. Aquí a cambio de la entrada que hay que pagar te sirven una taza de chocolate caliente que con ese clima viene de maravilla.
Hasta ese momento las palmeras solo las habíamos visto desde lejos en el cañón. Además, el sendero que se adentra en la montaña es muy resbaladizo. De vuelta en el recorrido original seguimos subiendo en el bosque hasta los casi 3000 metros de la Finca la Montaña. A partir de este punto empieza el último tramo del recorrido, la bajada, y se abre delante de nosotros un panorama espectacular. Nos acercamos a las palmeras que desde cerca son verdaderamente impresionantes: finas finas, brotan de la tierra para llegar hasta los ochenta metros de altura y pueden vivir más de cien años. También el paseo se hace más agradable, y cuando al salir de una vuelta de la montaña el cielo se despeja dejando filtrar los rayos del sol parece el preludio al el gran final que se nos presenta de repente delante de los ojos: el valle pinchado por cientos de palmeras que se balancean suavemente por la brisa de montaña, en los pastos las vacas comen y descansan tiradas al suelo y toda la pintura es una explosión de distintos tonos de verde y amarillo. Las palmeras parecen clavitos puestos ahí a propósito. Después de la apoteosis de verdes y árboles hay que seguir bajando hasta el restaurante que cierra el círculo de la caminata. Ya es hora de volver a Armenia y luchar para conseguir un pasaje hasta Bogotá. A causa de los días festivos los autobuses están repletos de gente y encontrar un billete no es nada fácil. Dejamos el Valle de Cocora, listos para empezar la última semana de viaje; sin embargo, las imágenes de las delicadas palmeras nos acompañarán durante mucho tiempo.
En otro de nuestros viajes nocturnos nos alejamos del Eje cafetero para entrar en Cundinamarca y llegar a nuestro último destino: Bogotá. Las emociones han ido sumándose sin tregua desde que pisamos por primera vez tierra colombiana en la mágica Cartagena, pero ya el tiempo se está agotando inexorablemente. Sin duda, Barichara y el Valle de Cocora son en mi cabeza algunos de los lugares más bonitos que he visto en mi vida. Dos sorpresas más que me hizo Colombia durante mi estancia y que harán aún más difícil despedirse de ella.