Un dia va a enrrollar la cuerda del cometa
y muy feliz mirando al sol se marchará
enfrentará las realidades de su pueblo
y con los pobres de su patria luchará.Carlos Mejía Godoy
Quincho Barrilete
¿Cómo se empieza una carta a una escuela? O mejor dicho, ¿se escriben cartas a las escuelas? No hablo de cartas oficiales, frías, aburridas. Hablo de cartas de amor o, como en este caso, de despedida. Yo creo que sí. Puede que pocos se pongan de verdad, boli en la mano y lengua fuera con la clásica expresión concentrada pintada en la cara, y empiecen a escribirle a una escuela. Pero, ¿quién no ha parado nunca un momento pensando el su escuela? En los recuerdos borrosos de la primaria y en los años del colegio, en las primeras aventuras “adultas” vividas en el instituto o en los auditorios universitarios. A mí también me ha pasado de pensar en mis escuelas. Por eso estoy aquí ahora escribiendo este post, esta carta (de despedida) a una escuela. En el centro escolar “Barrilete de Colores” he trabajado, pero de alguna manera tengo la convicción de haber también aprendido mucho entre sus salas, entre los pupitres polvorientos e incómodos, rodeado por los chillidos de sus protagonistas, los niños.
Manos a la obra entonces, a ver si así está bien.
Querido Barrilete de Colores:
Nuestra relación ha sido breve, demasiado breve. Por los ritmos congénitos de tu país no fue ni siquiera intensa, al principio. Nos presentamos, y con calma nos conocimos. Solo luego me reventaste encima montones de niños. Pero, como estaba diciendo, la tradicional calma adelantó la tempestad. Así que vamos por orden.
Lo que sabía de ti antes de pasar por primera vez el pesado portal de hierro de la entrada era poquísimo. Había leído tu historia: las gestas valientes de tus madres, tus primeros inseguros pasos allá por el año 1990, esa curiosa dirección –Del sombrero una al sur-, tus primeros logros académicos, las fiestas para celebrar fechas importantes llenas de piruetas de bonitos y coloreados trajes típicos. Algún que otro problema que tuviste durante los años y los éxitos que poco a poco hicieron de ti lo que eres ahora. Había leído tu historia, pero eso representaba el pasado y yo, hasta que crucé por primera vez el pesado portal de hierro de la entrada, no sabía que habría encontrado por el otro lado.
Nos conocimos a principios de enero, hacía un mes más o menos que las clases habían terminado para dejar paso a las vacaciones. Sin embargo, el Curso de verano estaba a punto de empezar y con él mi experiencia. Teníamos que empezar un lunes y al final de esa semana todavía la máquina no había arrancado del todo, ¿entiendes ahora eso que te decía de tu genética? Pero poco a poco el tren entró en su carril y yo encontré mi sitio: la biblioteca. Me metieron ahí con la tarea de “motivar los niños a la lectura”. Ah bueno, nada más fácil que motivar a un montón de niños entre 5 y 14 años a pasar unas horas con la cabeza entre las páginas de un libro. Los primeros todavía no saben leer y los últimos, bueno, la cabeza de los últimos ya empieza a estar en otros sitios. Cuando desvanece el aurea de novedad que acompaña a todo nuevo voluntario y que tiene el impresionante poder de hacer callar incluso a los que suelen dar más guerra, la cosa se pone difícil. De ese primer mes recuerdo la emoción y los nervios de las primeras horas de clase, de los rituales de presentación que le tocan tradicionalmente al nuevo llegado; me acuerdo el intercalar de ratos haciendo planes y momentos de desesperación deshaciéndolos. Esas primeras semanas me regalaron también un buenísimo amigo que, desafortunadamente, como en las carreras en equipo, pronto me pasó el testigo y me dejó correr solo. Domi “Pablito” fue una gran sorpresa, una de esas personas que encuentras raramente en la vida y con la que desde el minuto cero encaja a la perfección. El inicio de su periplo por tierras colombianas y la vuelta al cole en toda Nicaragua marcaron un antes y un después en mi experiencia.
A partir de febrero fue como volver a empezar del principio. No precisamente para mí, que ya había entrado en tus mecanismos, sino por la organización del trabajo. Afortunadamente, eso tomó menos de lo esperado y pronto empezamos una nueva y motivadora aventura. Ese periodo, partido en dos por la Semana Santa y embellecido por una visita desde España, pasó volando. Yo, trabajando a diario con mis pequeños grupos de niños, iba aprendiendo al menos lo mismo que conseguía enseñar. Gracias a Nicolette, una de tus madres, gracias al resto del equipo y a las reacciones de los mismos niños. No siempre fue fácil y divertido, al fin y al cabo eso no era un juego y la escuela, ya sabes, puede ser aburrida, complicada, difícil. Además, en tu país y en tu contexto el papel de un colegio va mucho más allá del que tienen las escuelas aquí, en Suiza, en Europa. ¿Cuántas veces has tenido que suplir a la falta de los adultos en la vida de tus niños? ¿Cuántas veces has tenido y tendrás que sustituir a madres y, sobre todo, a padres, para que tus alumnos crezcan limpios, sanos,….como sugiere tu gobierno? La educación impartida dentro del portal de hierro y los muros alambrados a menudo es la única que reciben tus pequeños protagonistas. Por eso eres importante, por eso me encantó formar parte de todo eso.
Y luego, cuando ya pasear por tus lugares había entrado en mi rutina; cuando oír “bueeeeeeenoooos díííííííaaaas” cada vez que pisaba una de las tres aulas tan familiares se había convertido en una letanía querida; cuando el color del escritorio de mi despacho ya no se veía debajo de los montones de papeles con ejercicios, formas geométricas por pintar, datos y porcentajes; cuando ya me había acostumbrado a los apagones eléctricos y a aguantar horas sin ventilador; cuando ya sabía qué comida de la tía Julia me iba a gustar y cuál no; luego llegó el momento de decirnos adiós. Nuestra relación fue breve, demasiado, pero eso ya lo he dicho. A pesar de todo, el tiempo siempre es muy relativo. De hecho, muchas cosas ya habían entrado a formar parte de una rutina nica, pero el coro desentonado de “buenos días” seguía haciéndome enrojecer un poco y los abrazos de los niños me hacían reírme con ellos y me calentaban el corazón como el primer día. Sin embargo, de la mano con la rutina iban momentos como este, episodios que solos valían el billete de avión desde Europa. Le estoy haciendo un examen a un niño de seis años, donde entre otras tareas había que reconocer los distintos colores. Cuando le señalo un cuadradito amarillo y hago la pregunta: “y este, ¿qué color es?” Él me mira serio y me dice: “¿por qué, usted no se acuerda?” Me quedé con la cara de uno al que le acaban de meter un gol desde la línea de mediocampo en un partido entre amigos, incrédulo, casi divertido. La carcajada salió tan natural y necesaria como la respuesta-pregunta de mi niño. ¿Qué podrías hacer si no delante de tanta inocencia?
Querido Barrilete, ha llegado la hora de decirnos adiós otra vez. No me preguntes qué he sentido cuando crucé por última vez el pesado portal de hierro. Ese portal que deja fuera un mundo duro, difícil, a menudo triste y violento. Ese portal que custodia un pequeño oasis de paz -si puede haber paz en una escuela primaria llena de niños que corren, gritan, lloran, ríen, caen y se vuelven a levantar, una escuela llena de niños de que viven-. Como todos los días de los últimos cinco meses fui a coger el bus esperando que nadie me atracara, pero ese 29 de mayo más que en los ladrones pensaba en tus aulas, en los murales en las paredes, en el comedor, en Pedro, Ana Yanci, Ambilight, Kevin…. Pensaba en lo que significabas para más de trescientos niños, todo; en lo que significabas para mí, mucho.
Gracias, Barrilete de Colores. Mucha suerte.
Y adiós.
Jack